8/5/09

La isla




Se recostó sobre la hierba, algunos insectos comenzaron a revolotear a su alrededor. El ambiente estaba húmedo y el aire era difícil de respirar. Ya no recordaba cuánto tiempo llevaba en la isla.
La casa que la hospedaba se encontraba roída por el paso del tiempo y el clima provocado por las cercanías del río. Por dentro, las maderas crujían y aún más por el hecho de encontrase elevada sobre el nivel del suelo. De las paredes colgaban cuadros pintados por aquella –extraña o maravillosa– mujer que la hospedó. Las figuras eran de paisajes atravesados de una vaga tristeza, que a uno lo acompañaba al mirarlos. Plantas de todo tipo rodeaban cada sección de la casa, macetas plenas de verdes hojas, algunas colgantes, otras erizadas, algunas rojizas, pero todas sin flores.
¿Qué hacia allí rodeada de agua turbia y verde selvático? Se sentó a contemplar el inmenso parque que la rodeaba, respiró aire de río y mantuvo unos segundos la cabeza en blanco. Pero el miedo a que se repitieran aquellos episodios la invadió. Decidió acercarse al muelle, caminó hacia allí, lento, recordando que al fin podía sentir el espacio abierto, la inmensidad de la vida y no sentir ahogo.
El muelle terminaba en una pequeña plataforma con un asiento para esperar a la lancha colectiva o contemplar los alrededores. Se recostó en él y se quedó dormida.
Algo la sacudió, una luz la encandiló, no entendía nada, abrumada logró salir de la ensoñación. Te has quedado dormida, niña- le dijo la dueña de la casa, con una amable sonrisa. He preparado la cena, Julia- y dejó de alumbrarla con la linterna.
Las luciérnagas titilaban en la oscuridad, escondidas por todas partes y la luna se reflejaba en el agua, la calma llenaba el aire. Julia la siguió hasta la cocina donde el dueño de casa y su hija pequeña las esperaban. Se sentaron en una mesa redonda de madera. Comieron cordero acompañado con papas humeantes y agua mineral, que guardaban en un gran recipiente; no se podía beber agua del río. Terminada la cena, Julia se asomó al amplio balcón que daba al río, se apoyó en la baranda, pensativa. Sabía que algún día debía volver, el dinero se le estaba acabando y los días pasaban. Nunca había fumado- pensó, mientras prendía su segundo cigarrillo de la noche y recordaba lo tortuoso que había sido para ella el viaje hasta la isla: algo tan simple para cualquier persona, pero no para ella en los momentos en que tocaba el infierno. Los habitantes de la casa se habían retirado a dormir, Julia decidió hacer lo mismo.
1, 2, 3, 4… el pánico se apoderaba de ella y no podía detenerlo. Se le metía en las venas, la paralizaba. 1, 2, 3, 4… se agarró del pelo, gritó sin sonido. Voy a perder la cabeza, voy a caer en la oscuridad, en la muerte, en la nada – palabras que estallaron en su mente y la cegaron. Todo gira, gira, caen sus lágrimas, nadie puede ayudarla. Gritó y salió el sonido. Julia abrió los ojos.
Sus pies descalzos tocaron el frío piso del patio de una casa, ella reconoció el lugar, pero no entendía cómo estaba allí. ¿Acaso había soñado la isla? Se levantó, aún su sangre continuaba helada y en todo el lugar repicaba su corazón aturdido, aterrorizado. Escurridiza y temblando entró a la casa. Se dirigió a la habitación en donde ella, usualmente, dormía. Pues, se hallaba, otra vez, en su propia casa.

Libro no leído: mundo por descubrir


Hojas frescas sin el tinte de mis manos, sin la curiosidad de mis ojos. Nueva aventura por descubrir.
El suspenso existe en el incierto camino que el libro o yo recorreremos hasta encontrarnos. ¿Cómo llegará a mis manos? ¿Lo encontraré perdido entre tantos otros libros, que piden ser llevados, será un regalo especial de cumpleaños o un préstamo de algún amigo?
Lo cierto es que una vez juntos, comienza mi ritual. En principio, dejo que las hojas movedizas se rocen con las yemas de mis dedos, mientras que el aroma (que para mí tiene un deje de vainilla) inunde mis sentidos. Luego, mi cuerpo y mi mente se preparan para vivir una nueva historia. Cada fibra de mi ser vibra ante lo desconocido. Los seres –humanos, mágicos o de otras índoles – palpitan la llegada de mis palabras para recobrar vida y ser descubiertos.
La tensión, que se genera en el instante previo en que ese libro sea leído, es palpable. Se podría decir que hasta sonora. Y cuando las palabras se convierten en imágenes, ya no se distingue el libro de mi ser, sino que ambos estamos de viaje.
Cuando el recorrido llega a su término, esa historia leída y vivida estará inmortalizada en mi ser, es un vínculo pactado, irrompible y sagrado con ese libro.
Como el tiempo cíclico e infinito, quizás, ese libro tenga un nuevo destinatario y otro nuevo libro esté por llegar a mis manos. Por mi parte, saboreo, con goce, la espera.