Hoy, luego de
muchos años, me atrevo y abro los sonidos de mi infancia encerrados en un
cuarto: chispas de calor en la chimenea, música de agujas danzantes tejiendo, monotonía de sillón de mimbre, voz áspera y
susurrante contando historias. Libero mis sonidos para tu herencia de
recuerdos, te los regalo para que los atesores en cajas o laberintos de tu memoria.
Mi teoría es
que cada uno guarda sus recuerdos de distintas formas en el mundo misterioso
de la memoria. Yo los guardo en un
cuarto, en la sala de estar de la casa de mi infancia. Otros los guardan en
globos inquietos, en cajas de colores,
en hojas de árboles, en fotografías descoloridas por el tiempo. Algunos no pueden
encontrar dónde han dejado algún
recuerdo y éste se pierde y envejece en la esperanza de ser encontrado. A los
recuerdos les gusta ser revividos y contados; algunos tienen la suerte de
convertirse en historias.
Todas las
tardes, mi abuelita se sentaba en una silla mecedora a contarme cuentos mientras
tejía. A medida que crecía el tejido crecían las historias. A veces éstas eran
como muñequitas rusas de porcelana y como el infinito se tejían una dentro de
otra… algo contado en la pechera de un suéter:
una cosa dentro de otra. Y así, varias madejas
de distintos colores se juntaban para convertirse en unas flores,
una casita con chimenea, unas montañas,
nubes, un sol sonriente y un manzano,
formando un paisaje dentro de un pullover. Mi abuela solía crear imágenes en mis suéteres de acuerdo al
cuento que me relataba. Así en mis pecheras se contaban historia de ciencia
ficción, aventura, romance y todas las que pudieras imaginarte.
Un día ella
comenzó a tejer una historia sobre una abuela que contaba cuentos a su nieta
frente a la chimenea mientras tejía. Esa abuela del pullover contaba cómo las
arañas tejían sus telas y lo maravilloso
que le resultaba ese mundo arácnido. Ella decía: — yo soy como ella y ella es como yo, ambas tejemos historias.
Y en la nueva pechera se tejió una araña.
Mi abuelita tardó tres días en tejer esa historia. Al tercer atardecer, cuando
lo terminó me dijo: — andá a
la cama, hoy me siento muy cansada. Mañana comenzaremos un nuevo tejido.
A la mañana
siguiente corrí a su cuarto y ella no estaba allí. Mi pecho se cerró en una puntada de mal
presentimiento. Quise correr hacia su mecedora, pero no pude. Mis piernas
empujaron con fuerza el agua invisible que las frenaba, como en una inundación
luchaban por avanzar. Finalmente, logré llegar a su silla, que crujía en su
cotidiana y monótona danza. Pero mi
abuela no estaba allí y mi imagen se
repitió en múltiples ojos.
Todos los días
recuerdo a mi abuela. Nunca más la volvimos a ver. De vez en cuando vemos enormes telas de araña sobre
la chimenea. Sus agujas, lanas e historias fueron envejeciéndose con el paso
del tiempo y yo no me había atrevido a
revivirlas… hasta hoy.