16/8/15

A veces crecer duele

— Toda mi vida crecí lento - te dije.
— A los doce años dejé de fumar -me dijiste.


Tu infancia y la mía se asimilan y a la vez se distancian. Recuerdo ese día en tu casa, sentados en el comedor, que como en una morgue helaba la sangre. Con los pies congelados me costaba escucharte, concentrarme en la conversación. Para cuando mis pies ya estaban violetas, tuve que pedirte que me prestaras un par de medias, pero no fue suficiente y empecé a empalidecer. Entonces, prendiste la estufa. Estabas tan acostumbrado a la falta de calor que no te habías dado cuenta de encenderla antes.

Ese día me contaste de la infancia que pasaste prácticamente solo. Tus padres se habían separado cuando eras muy chico: él desapareció, ella hizo lo que pudo. Tu papá fumaba como un escuerzo y ése era el único recuerdo que te quedaba de él. Hurgando en sus cajones de la cómoda, ya casi vacíos, encontraste un paquete de cigarrillos. Ahí empezaste a fumar. Te sentías como él, tomaste su lugar.
Llegabas del colegio y encontrabas un churrasco crudo en un plato y una sartén sobre el anafe. Tu mamá no estaba, nunca estaba. Debías cocinarte solo y así jugabas a ser el dueño de la casa. Tu cuerpo se resintió en pérdidas y abandonos.
Dejaste de fumar a los doce cuando casi te morís de un disparo. En el galpón de tu casa encontraste balas viejas. Por simple curiosidad, se te ocurrió prender un fuego sobre la parrilla y pusiste una bala dentro para ver si estallaba. Como nada pasaba, te corriste a un lado de la parrilla justo en el momento en que la bala salió disparada, te atravesó un hombro. Cuando tu mamá se enteró por los médicos que fumabas, te obligaron a dejar el vicio.
Recuerdo que pensé: los momentos en la vida de una persona no pueden medirse con la vara de otros, sólo uno mismo puede teñir algo con su propio tinte.

— A veces crecer duele- te dije.
— Tus pies ya están calentitos- me dijiste.

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