8/3/08

El zumbido


Joaquín se levantó una mañana en medio de un sopor.
Se llevó una mano a su oído derecho, su cara se transfiguró al darse cuenta de que el zumbido que escuchaba no había sido sólo parte del sueño que acababa de tener. Lo que él oía no era como una pava hirviendo ni como un silbido, sino como si hubiera estado escuchando música en altos niveles toda la noche, aunque no había sido así.
Se levantó he intentó hacer su vida normal, pero eso que lo perseguía lo dejaba en una especie de trance.
A la mañana siguiente el zumbido había desaparecido, aunque volvió a repetirse con el paso de los días. El suceso resultó aleatorio y Joaquín pensó que era parte de su estrés. Al principio le costó aguantar esos momentos en que el zumbido estaba allí, ya que le provocaba mareos y a menudo necesitaba presionar su oído en el intento, en vano, de detenerlo. Pero luego de unos meses logró acostumbrarse a esa presencia y a veces se mofaba diciendo a quien viera que se encontraba acompañado, obviamente el interlocutor se preguntaba por quién y Joaquín se anticipaba respondiendo que su amigo “el zumbido” estaba con él.
Un atardecer –de un día impreciso– una comezón sorprendió a Joaquín. Éste se llevo la mano a la oreja derecha para rascarse y allí se encontró con un pequeño cabito que le salía del orificio, lo sujeto con sus dedos y tiró de él. Tuvo que cerrar los ojos porque la presión que le ejerció la salida del objeto le hizo soltar algunas lágrimas de dolor. Lo dejó caer, aún con los ojos cerrados como con temor de ver lo que era. Cuando los abrió, parpadeó un poco aturdido. La seguridad de que ya el zumbido no estaría más en él lo lleno de tranquilidad. Joaquín se quedó un rato más mirando la pequeña pluma de pájaro que reposaba sobre el suelo.

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